Para quien estudie los procesos de transición política, el caso español constituye un paradigma. Fue un ejemplo fascinante e instructivo desde todo punto de vista. Se trató de un tránsito histórico, que representó no sólo la ampliación política y cultural de Europa, sino también expuso un modelo respecto a cómo hacer bien las cosas. Enseñó que es posible dar vida a un nuevo ciclo político de manera gradual y pactada. Respetuosa y creativa.
Todas las virtudes de aquella transición, tan admirada en el mundo entero, se asocian indefectiblemente a un matutino específico; a El País. Se fundó en 1976, sólo dos años antes que la nueva Constitución española y muy poco después de la muerte de Franco. Se transformó en el emblema de aquel proceso. Tanto en diseño, imagen y contenido. Marcó el Zeitgeist de los 70 y 80.
Su fundador fue José Ortega Spottorno, hijo de Ortega Gasset, quien había vivido su exilio en París, dedicado hasta ese momento a la divulgación de ideas. Había creado la famosa editorial Alianza, popularizando libros de bolsillo (tipo breviarios). Para su proyecto periodístico se unió a Jesús de Polanco y a Juan Luis Cebrián. Su motivación era crear un matutino pluralista, liberal, abierto al debate y desde donde se pudiera seguir día a día la construcción de la nueva España.
Fue tal su éxito que de inmediato empezó a vender cientos de miles de ejemplares. Fue un golpe certero. El País se convirtió en un actor con influencia en España y en el extranjero apenas apareció. El rey Juan Carlos, hombre de gran olfato político, nombró a Ortega senador en 1978-1979. Una facultad real para casos excepcionales.
Con el paso de los años, El País se fue acercando de manera paulatina al Partido Socialista Obrero Español, tendencia que se acrecentó cuando Ortega se retiró. Tras el atentado terrorista de Atocha, en marzo de 2004, tuvo una agria disputa con el Partido Popular, acusando a J.M. Aznar de haberlos manipulado. También tuvo una serie de tiras y aflojas con M. Rajoy. Fueron vicisitudes variadas. El 24 de agosto de 2019 publicó un obituario del rey Juan Carlos desatando indignación. “Fue un error algorítmico”, se excusaron. Poco antes se había comentado de una polémica donación del Partido de los Trabajadores de Brasil.
Y así como el tiempo cambia de manera indefectible, y las cosas dejan de ser lo que fueron, el panorama político español también mutó. El País, con sus giros diversos, dejó de ser de igual modo aquel diario de dimensiones míticas que había llegado a ser. Nunca se ha sabido algo fidedigno del trasfondo de sus decisiones editoriales. Muchas han sido muy controvertidas. No sólo haber dado por muerto al rey. Por ejemplo, hace algunos años, en pleno auge de la tirantez separatista, lanzó una edición en catalán.
En su secuencia de asuntos poco comprensibles, El País acaba de protagonizar otra gran polémica. Decidió prescindir del filósofo Fernando Savater, uno de sus columnistas estrella.
Pese a que venía desde la fundación misma del diario, dijeron sentirse incómodos con su visión de la España de hoy. Estamos hablando del autor de “Ética para Amador”, “El contenido de la felicidad”, “Contra el separatismo y “Lugares con genio” (donde habla bastante sobre Chile); o sea del español mayormente reconocido en la actualidad en eso que Kant llamaba la tarea máxima de un filósofo: filosofar. Su último libro, “Carne gobernada”, recién aparecido, sacó de quicio a la dirección de El País.
Desde su tribuna, y durante cuarenta y siete años, Savater venía derrochando talento conceptual, precisión lingüística y trazos de humor de cuanto veía y escuchaba. Siempre brindando un punto de vista útil sobre las sinuosidades de la transición y muchísimos otros temas de interés. Universalizó los asuntos locales españoles y abordó con lucidez asuntos peliagudos de alcance internacional.
¿Cuál es el trasfondo de este caso tan bullado?
El desacuerdo entre ambos se explica en el contexto de la aguda crispación que aqueja a España. Especialmente -aunque no únicamente- por el estallido separatista que vive desde hace algunos años y que toma ribetes preocupantes estos últimos meses, con la decisión del Presidente Pedro Sánchez de pactar con cuanto grupo separatista y adherente woke exista. El drama de esto, dice Savater, es que El País no se muestra preocupado por nada.
Tal desaprensión es muy lamentable, por cierto. Varias encuestas especializadas en medir temas de confianza -entre ellas la renombrada Edelman Trust Barometer– vienen dando cuenta que España se ha convertido en uno de los países más polarizados del mundo. ¿Quién lo hubiera imaginado en aquellos años de jolgorio transicional?
Punto central de este quiebre es la política. Hay un divorcio peligroso entre los partidos grandes. Todos se cuestionan de manera mutua la legitimidad para gobernar. Ello, aparte de la proliferación de grupúsculos cuyo único norte es la hostilidad contra lo existente.
Savater venía alertando que tal divorcio tracciona una ruptura de la identidad. No es un misterio que han aflorado dificultades serias con el sentir nacional. Por ejemplo, los grupos más ariscos parecen decididos a eliminar la corona; esa entidad tan comprometida con la transición, con la consolidación democrática y, desde luego, con la opción europeísta y atlantista. ¿Quién lo hubiera pensado?
Lo más grave es que la crispación terminó socavando el centro político y con ello puso en jaque el pilar central de la transición española. Nadie negaría que el triunfo político y cultural de Adolfo Suárez y Felipe González -y también por extensión de Fraga Iribarne y Santiago Carrillo- fue justamente entender que el centro político no es sólo una feria de buenos modales. Es, ante todo, un espacio compartido para procesar las diferencias.
En este socavamiento del centro subyace un dato imposible de dejar de lado. La generación de aquellos cuatro emblemas de la transición fue la inmediatamente posterior a la que protagonizó la guerra civil. 600 mil víctimas entre muertos y heridos graves y una cantidad indeterminada de exiliados, en una población de casi 24 millones de personas. Señales respecto a que la democracia no es una jugarreta.
El País y Savater habían confluido en tiempos en que se valoraba el centro. Se entendieron y contribuyeron durante cuatro décadas a darle al periódico un gran poder gravitacional. Cientos de intelectuales y políticos europeos, latinoamericanos, norteamericanos y africanos; judíos y musulmanes concurrían a sus páginas, practicando un diálogo de dimensiones monumentales. Dia-logos.
A juicio de Savater, El País dejó de ser aquello. Quien haya seguido la trayectoria del diario lo palpa. La irrupción de varios otros medios nuevos, en papel y digital, de alta calidad periodística, corrobora tal aserto.
Savater lo ha reiterado una y otra vez estas últimas semanas, tras la desvinculación. El País abandonó el centro. Dejó de abogar por aquel pacto tan virtuoso y abraza complaciente cuanta fuerza centrífuga aparezca en el horizonte. Sin asco por coquetear con corrientes woke etnicistas, nacionalistas, igualitaristas. “Veo allí una humillación a la democracia”, explicó poco después de salir del diario.
Su voz crítica molestó. Molestó tanto, que lo desvincularon. Una decisión que, desde luego, sólo ratifica sus advertencias.
Columna de opinión publicada en El Libero.